Cien años del Gran Nueva York
LA CAPITAL DEL SIGLO XX
NUEVA YORK es un terreno fértil para la imaginación, donde han ido creciendo y transformandose pasiones y vanidades, utopias y empeños que han dejado cicatrices urbanas y monumentos anclados en tierra pero con la ilusión incontenible de arañar el cielo. Jungla de asfalto y torre de neón, este es el escenario de la película del siglo de la que todos somos actores sin necesidad siquiera de haber (viajado hasta allí. Nueva York, su estampa, no produce sorpresa al visitante novicio, que cree haber estado ya metido en ella. Tal es su poder de fascinación, amamantado por el papel y el celuloide, que la han extendido por toda la tierra, mostrándola como principio y fin de la cosas. Una ciudad sin limites, resumen del mundo, que ha sabido convertirse a base de ilusión en capital de capitales, en la mas fantástica megalópolis que vieron los tiempos.
Para los calendarios al uso y los libros de historia, el llamado Gran Nueva York solo tiene cien años, aunque ya fuese bautizado así en 1664 en honor del Duque de York, hermano del Rey de Inglaterra. El primer europeo en avistar aquel espacio habitado por los indios algonquinos había sido el navegante italiano Verrazano al servicio de los franceses, aunque lo terminaría conquistando un inglés en nombre de los holandeses. El cosmopolitismo del que hace gala la ciudad quedaba claro desde un principio.
Pero hubo que esperar a ese 98 mítico, el mismo año en el que a España se le acortaba la topografía del imperio, para que el mapa del Nueva York que hoy conocemos quedase dibujado con sus actuales limites. Fue entonces cuando el antiguo Nueva York oficializó sus esponsales con el vecino Brooklyn, aportando en la dote los municipios de Staten Island, Queens y el Bronx para convertirse con sus tres millones y medio de habitantes en la ciudad mas poblada de América, en su indiscutible capital sin necesidad de título y en la rampa de lanzamiento hacía su conquista del cielo. Solo cuatro años mas tarde, inventado ya el ascensor, se levantaban los noventa y cinco metros del Flat Iron, el primer rascacielos de la metrópoli unida.
Este gran almacén de arqueología urbana ha ido acumulando los signos del tiempo dejados por residentes y transeúntes. Su condición de paraíso acogedor, de lugar donde se facilita como en ningún otro la accesibilidad a cualquier experiencia, ha permitido que se conceda el mismo valor a la obra del gran arquitecto o al grafitti de un joven airado, marcas todas ellas de una ciudad que ama el contraste y el cambio. Amplia y conciliadora, en Nueva York habitan todos los sueños, e incluso las pesadillas del vagabundo, el criminal o el infecto. Todos ellos al fin y al cabo forjadores de un peculiar estado babeliano.
Los protagonistas de su historia terminan engullidos por la personalidad de la ciudad misma, a la que se suele conceder un carácter mítico de organismo vivo, culpandola sin mas de los mejores logros y las peores tragedias olvidando a los verdaderos responsables. Pero en esta fecha obligada de centenario habría que rescatar al menos un nombre dentro de la millonaria nómina de los creadores de este nuevo paraíso.
Se llamaba John Augustus Roebling, un comunista utópico y metafísico amateur que gustaba presentarse como alumno favorito de Hegel. Cruzó el charco perseguido por los fantasmas de la vieja Europa, y mas en concreto por la policía prusiana que le hizo cambiar su vida en Mühlhausen por una comuna en Pensilvania. Su inquietud no se detuvo con el cambio de aires, y siguió espoleando su creatividad aplicada a nuevas tecnologías para alcanzar una mejor civilización. Roebling desafió a los que le tachaban de mero charlatán trascendentalista cuando sacó a la luz su preciado invento, que iba a cambiar la historia de la ciudad de Nueva York. Se trataba nada mas y nada menos que de una cuerda de acero y un complejo sistema de fuerzas para crear y sostener nuevas estructuras.
Ya a mediados del siglo pasado, banqueros y comerciantes habían encontrado en Nueva York su mejor centro de negocios, hasta el punto de querer sustraerse a una toma de partido en la guerra civil que enfrento a federales y sureños porque de ambos sacaban beneficio. Curadas las heridas de la contienda, el mayor de sus sueños era hacer de Nueva York la ciudad de ciudades, superar los límites de Manhattan y el Bronx, para aliarse con una reluctante Brooklyn que también alimentaba los sueños de su propia grandeza.
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